UN CUENTO DE LA ERA DE TRUJILLO
Eran las primeras horas de un caluroso y húmedo día de Agosto y sus ojeras púrpura delataban la falta de sueño de la noche anterior. Pero no eran la causa del desvelo ni el amor ni la conciencia. En su caso, era una extraña mezcla de alegría exuberante, de un temor que le calaba los huesos, de una impaciencia pecaminosa, de una angustia asfixiante.
La humilde maleta, que empacaba mecánicamente, recibió en su seno las pocas cosas que no había regalado o desechado. "No lleves nada muchacho, en Nueva York todo es regalado", le habían dicho los pocos que conocían de su partida. Dentro de algunas horas su sueño recurrente de escapar de aquella inmensa y lúgubre prisión que llamaban país, se haría realidad. Los brazos de algún reloj cortarían lenta y silenciosamente aquel viscoso tiempo. Dentro de pocas horas, que su impaciencia juvenil convertía en siglos, un raudo avión le prestaría las alas que siempre quiso tener y aquella noche sería libre. Aquella noche, podría al fin romper aquel nefasto silencio.
Durante toda su existencia el único lenguaje que Haroldo había conocido era el silencio. Un silencio impuesto desde arriba y que todos debían cuidar con su pellejo. Se prohibía hablar lo no debido, se prohibía escuchar a los que hablaban. Solo soñar era a veces permitido. Y sin embargo, ya no era un sueño. Estaba despierto en el estrecho cuartucho de su pensión. Estaba sudando sin protestar y sin importarle si los riachuelos de agua y sal que le cubrían la frente, le anegaban las manos y le ahogaban los pies, nacían de lo poco de nervios que le quedaban o eran el fruto del calor y la humedad de ese Agosto infernal.
Sólo los sonidos de la dictadura podían romper el perenne silencio. En la calle El Conde del viejo Santo Domingo, eran esa mañana los aires marciales de una banda que acompañaba a un desfile militar de los tantos que el tirano organizaba para hacer sentir al pueblo su eterna presencia. Al compás de los acordes, los soldados y oficiales marchaban y sudaban resignados creando con el ritmos de sus pasos y el color oscuro de sus pieles un despliegue impresionante de fuerza y poder.
Desde las aceras y balcones, una multitud heterogénea contemplaba, con un respeto adquirido a base de tiempo y macana, las advertencias uniformadas, prestando con la paleta multicolor de sus vestidos, sal y sabor tropical al espectáculo carnavalesco. El escenario de aquel drama era una isla tropical en el Caribe. La época era el 1959, cuando la década y la dictadura responsable del silencio, se arrastraban inexorablemente hacia su fin. El actor principal, director y libretista era un soldado dominicano nombrado Rafael Trujillo. Todos los habitantes de aquel país, la República Dominicana, era simples espectadores. Era la Era del Silencio. Era la Era de Trujillo.
Los ojos verdes de Haroldo, extraña marca que algún lejano conquistador foráneo había sembrado en el surco de su desconocida y poliracial genealogía mulata, recorrían de vez en cuando la familiar habitación deteniéndose sobre la superficie de una débil y malformada mezcla de madera y clavos con pretensiones de escritorio, sobre la cual reposaba un paquete que doña Luisa, la dueña de la pensión, enviaba a una prima de Nueva York. Al lado del paquete con la dirección de la prima y la carta en un sobre en blanco, se encontraba su llave hacia la libertad, un documento de gruesa cartulina azul: su pasaporte.
Sonreía para sí y por cortos instantes el miedo le abandonaba. Tomaba el pasaporte, acariciándolo de un modo especial, buscando en el duro contacto, la seguridad que aquel ambiente le negaba. Sabía que esa libreta llena de datos y sellos, tan secretamente ansiada por todos, lo convertía en un ente especial, en un privilegiado. No pudo reprimir un súbito sentimiento de culpa.
El miedo regresó presto y su rostro adquirió de nuevo las duras facciones del silencio. Era una emoción familiar y conocida y a la que él debía agradecer el derecho de estar vivo, ya que sentir miedo era clave para no morir a destiempo y de una forma violenta en aquellos aciagos días. El reparto del miedo era el prvilegio de leales testaferros encargados de establecer el silencio y como todas las cosas del régimen se administraba y dosificaba con gran eficiencia y aún mayor disciplina, en su debido tiempo y lugar y en las cantidades necesarias para mantener la ley y el orden.
Sin embargo, no era miedo sino terror, lo que le había tenido de pie toda la noche. Un terror escalofríante. Un terror huidizo que saltaba de vértebra en vértebra desorbitándole los ojos y electrificándole la piel. Sobre el raquítico proyecto de escritorio, un cenicero a punto de reventar por el peso de docenas de colillas reflejaba el calibre de la vigilia. Sintió terror al pensar que todo podía ser un sueño. Que todo era una burda trampa para descubrir sus planes, para probar su lealtad.
Miró con recelo a su alrededor. En la cama vecina su compañero de habitación Matos, dormía placidamente la borrachera de la noche anterior. Matos, un estudiante de derecho sin fortuna o empleo conocido, amante del whisky escocés, las juergas y la buena vida, había sido sindicado por todos como un informador del temible Servicio de Inteligencia Militar, pero Haroldo había tenido el cuidado de mantenerlo solo como la persona a quien las circunstancias y los bajos precios de doña Luisa, le forzaban a compartir cada noche su habitación en la hostería de estudiantes.
Por eso sabía que aún acompañado, estaba solo, quízás demasiado solo en su cuarto. Los pesados muros de hierro y piedra le parecieron de repente grandes oidos que Trujillo había colocado estratégicamente para escucharle. Las ventanas, hendijas claras heridas por el candente sol tropical, pupilas delatoras que le vigilaban sin cesar. Trujillo, como Dios estaba en todas partes.
"Dios y Trujillo" había inventado un astuto político de entonces, como queriendo advertir: Dios reprende, Trujillo castiga. A Dios respetarle, a Trujillo temerle. "Dios y Trujillo" reflejaba la sabiduría de la época.
Y sin embargo, ahora estaba actuando como un necio. Estaba abusando de su suerte. En horas podría partir hacia otros horizontes, hacer una nueva vida, perderse en la anonimidad de un gran país. Ser libre, respirar, escapar al fin de aquel medio asfixiante e insoportable.
Sí, actuaba como un tonto. La noche anterior había aceptado transportar una carta comprometedora que podía costarle su libertad y más que su libertad, su propia vida. Al hacerlo, arriesgaba con una insensata jugada, años de amargo sufrimiento y larga espera. Pero tenía apenas veinte años y en cuanto a sabiduría, el calendario no estaba ciertamente de su lado. Al parecer, la única virtud de la juventud es la belleza de ser joven.
La carta estaba dirigida a los dirigentes de uno de los tantos movimientos antitrujillistas que operaban en la ciudad de los rascacielos. Según la información del emisario, un compañero de infancia de su provincia, la carta contenía información muy importante sobre las actividades de algunos grupos que actuaban dentro del pais con el quimérico propósito de derrocar al tirano. La noche anterior en ausencia de Matos, quien cada sábado salía a derrochar su extraño dinero, había cosido el sobre en blanco del forro del saco. Había tenido la cautela, sin embargo, de memorizar el nombre y dirección del destinatario. El saco colgaba ahora pesadamente sobre la solitaria silla de su cuarto, tal y como la peligrosa información de su existencia lo hacía sobre su tranquilidad.
Por eso, aquella vez no sentía miedo, sino terror. La imaginación le traía los conocidos relatos de infernales torturas, de largas despariciones y de lentas muertes. De amigos o conocidos y de familias enteras a quienes "El Jefe" con un simple gesto de suférrea mano, había otorgado boleto sin retorno hacia la nada.
Miró de nuevo el pasaporte y meditó por primera vez sobre la magnitud de su locura. Toda una vida anhelando escapar de aquel ambiente de camisa de fuerza. Largos meses esperando la autorización para salir y justo la noche anterior la debilidad le había permitido aceptar transportar aquella carta. ¿Y si su amigo y confidente no era tal? Era cierto que eran amigos de infancia, hermanos por así decirlo, pero aún así no pudo evitar que le invadiera la duda. Había aprendido a fuerza de los ejemplos constantes que proporcionabal el "Jefe" , que la desconfianza era el oxígeno vital en aquel medio enrarecido, donde se formaban criaturas de valores invertidos y espíritus encajonados y en el que cualquier sentimiento sincero nacía maltrecho y amoratado. Por eso cualquier relación con otra persona, aún miembros de la misma familia debía manejarse con pulcritud y delicadeza de cirujano, pués de ella, cual complicada operación, dependía la vida misma.
El murmullo de la calle le hizo volver a la realidad. Trujillo seguía marchando en la estrecha calle colonial. Hizo un alto en su labor y sentándose en la débil cama, encendió un nuevo cigarrillo. El aliento tibio y contaminado del tabaco apaciguó en cierto modo el torbellino de sus pensamientos.
"La suerte está echada", penso con aire cesáreo y decidido. En el cuello de la camisa empapada de sudor ató rapidamente el nudo de la corbata. El sonido de los cerrojos de la maleta le indicaron en su metálico lenguaje que se encontraba en la antesala de algo importante en su vida. "En horas, la libertad" dijo para sí.
Se colocó la chaqueta y tomó la maleta cuidadosamente, cerrando al salir la puerta para no despertar a Matos, quien desde luego no conocía de su viaje casi secreto. Se dirigió sigilosamente hacia la habitación del fondo y allí, abrazándola con cariño, se despidió de doña Luisa, la única persona de la pensión que conocía de su viaje. " Que Dios te acompañe, mi hijo", dijo con ternura de madre. "Ojalá que pudiera volar contigo de este infierno."
Agilmente alcanzó la escalera encontrándose de pronto en la calle atestada de curiosos. Sintió de nuevo miedo al entrar en contacto con la multitud. Creyó que las miradas de los transeúntes le taladraban la ropa y leían la carta comprometedora. Avanzó con dificultad abriéndose paso entre la masa humana que presenciaba el desfile. A los pocos minutos había ya alcanzado una vía más despejada y de ahí hasta la casa de su hermana quien enterada sólo dos días antes de su viaje, había accedido a transportarlo en su viejo Volkswagen hasta el aeropuerto.
Ya de camino hacia el lugar que pondría fin a sus frustraciones, notó que había olvidado en la prisa la carta y el paquete que doña Luisa enviaba con él. "Que pena", pensó "doña Luisa había insistido tanto en enviarlo a su prima Lolita." Ya le escribiré pidiéndole excusas cuando llegue a Nueva York." "Lo peor es que Matos, va a la leer la carta y probablemente se quede con el paquete. Así actúan estos chivatos."
Quizás por su fobia a los aviones, quizás por su temor a abrir las puertas de la estancia particular que el llamaba patria o quizás por las circunstancias económicas de la época, Trujillo no había dado la importancia necesaria al aeropuerto de la capital. Un viejo hangar con un mostrador solitario, a sólo minutos del centro de la capital, realizaba estas funciones.
"No puedo cantar victoria todavía", pensó, recordando los cientos de historias de personas que habían sido bajadas de los aviones casi a la hora partir e investigadas por la policía secreta. "Todo está en orden", pensó mientras entregaba los manoseados documentos ala empleada en el mostrador.
El sudor seguía saliendo como fuente inagotable de su frente. Desesperado por el calor y la humedad ambiente, se quitó el saco pasándola distraíadamente a su hermana. "Todo está en orden" pensó mientras la empleada le devolvía los documentos. "Otro paso más".
Miró con disimulo a su alrededor. Decenas de personas, entre las cuales se podían distinguir sin problemas, aparte de los viajeros y empleados, los temidos agentes secretos con sus sombreros de ala ancha y su mirada estrecha y criminal. "En una hora parto. Ya no más temores, no más noches de insomnio. Paciencia."
En la pista, un gigantesco Super Constellation de la Pan American descansaba bajo el sol ardiente. Su imaginación lo colocó en un asiente, dirigiendo algunas frases corteses en su inglés rudimentario a una rubia azafata. Visualizó las nubes, la sensación de volar, a Nueva York, a sus rascacielos, a su colmena humana, a su desorden secular. Se imaginó leyendo revistas y periódicos que el tirano declaraba subversivas, oyendo radio sin necesidad de esconderse en una oscura habitación. Se imaginó siendo libre.
Un negro reloj señalaba que en sólo cinco minutos se realizaría el abordaje. De repente miró hacia la entrada principal y vió con terror a Matos, su compañero de habitación murmurando algo en los oídos de uno de los esbirros ensombrerados. En unos minutos, tres de ellos se acercaron y le invitaron a salir un momento. Finalmente, el que aparentaba tener más autoridad le sostuvo por la parte posterior del pantalón alnzándola casi en vilo por el cinturón mientras decía: "Venga con nosotros coño , maldito comunista."
Los estudiantes de la pensión comentaron durante algún tiempo la súbita desaparición de Haroldo. Algunos comentaro que posiblemente se había desaparecido por problemas económicos. Otros que quizás era un informador que se consideraba ya en peligro. Doña Luisa les informó que había partido hacía algunos días rumbo al extranjero. Matos, que conocía toda la trágica verdad, sencillamente callaba.
En una casa vecina, dos mujeres sollozaban quedamente, mientras acariciaban el único recuerdo que les quedaba de su Haroldo, la chaqueta solitaria de la cual habían extraído una inocente carta escondida que rezaba: " Querida Lolita. Dos letras sólo para saludarte y saber de tu vida. Aprovechando este viaje de Haroldo, te envío un pequeño regalo que espero disfrutes como un recuerdo de tu país. Aquí todos bien, gracias a Dios y a Trujillo.
Rafael Martínez Céspedes
1 comentario:
Ojalá que ese cuento les recuerde a quienes dicen que aquí hace falta de nuevo Trujillo, lo que significa la libertad.
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