Por las revolucionarias reformas introducidas tanto en en el fondo como en la forma de las doctrinas y liturgias de la Iglesia Católica por el Concilio Vaticano II convocado por el Papa Juan XXIII en el año 1959, se afirma que fue ese evento uno de los puntos históricos culminantes del Siglo XX.
En mi juventud, me tocó ver uno de los cambios introducidos por dicho concilio ecuménico: el de la Misa Tridentina a la denominada “Misa Romana”. En la primera (llamada así por haber sido establecida en el Concilio de Trento en el siglo XVI), el sacerdote oficiaba la misa en latín, de espaldas a los fieles, quienes no podían leer pasajes bíblicos ni recibir la hostia en la mano, ni se permitían guitarras ni instrumentos folclóricos, únicamente el canto gregoriano, mientras que la segunda utiliza las lenguas vernáculas, así como en la participación activa de los fieles en el ceremonial y la música puede ser elegida libremente.
No sé por qué asocio esos cambios introducidos por la Iglesia Católica en su liturgia en ese “aggiornamento” o puesta al día que fue el Concilio Vaticano II, con los dramáticos cambios que se produjeron en la observación de la Semana Santa, la cual era entonces, un período de verdadero recogimiento material y espiritual.
El núcleo de la celebración de la muerte y resurrección del símbolo máximo del cristianismo comenzaba a partir del Jueves Santo, día en el cual Jesús, sería entregado para borrar con su sangre los pecados de una humanidad perdida e irredenta.
A partir de esa misma noche se iniciaba la vigilia que duraba toda la noche en la Iglesia del pueblo, cubiertos ya todos sus santos con un escalofriante manto morado y los fieles debíamos recorrer el llamado Vía Crucis o camino hacia la cruz, trayecto que, imitando al Cristo rumbo al Calvario, debía realizarse haciendo obligadas paradas en rodillas en cada una de las interminables estaciones indicadas en el templo.
El Viernes Santo se redoblaba el fervor, hablar en voz alta constituía una afrenta, por lo que el silencio era tal que podía cortarse en el aire. Ya para este momento, la única música permitida era la sacra y la sabiduría popular recomendaba no cortar un árbol en ese día, pues la planta afectada podía derramar auténtica sangre, una muestra más de que la religión y la superstición siempre han caminado de mano en mano.