Me encanta la Semana Santa, pues aprovecho su quietud para organizar mis cosas viejas y leer con calma las noticias de la actualidad, que trajeron precisamente durante la recién pasada, la gran controversia formada por el escándalo de los curas pederastas y la alegada negligencia, complicidad y encubrimiento de las máximas autoridades de la Iglesia Católica en dicho hecho criminal. El Arzobispo de Canterbury, jefe máximo de la Iglesia Anglicana, se atrevió a declarar a la BBC que "el colosal trauma que ha causado la Iglesia Católica está afectando la comunidad en general.", agregando que según le contaron "en algunas partes de Europa, es difícil salir a la calle vestido de sacerdote", concluyendo con gran sabiduría: " Cuando una institución tan profundamente vinculada con la vida en sociedad, de pronto pierde toda su credibilidad, eso se convierte en un problema, no solo de la iglesia, si no de todos."
No pude menos que evitar rememorar la época, en mi niñez por ejemplo, en que la Semana Santa era un período de recogimiento, tanto en lo material como en lo espiritual. Aunque en teoría el período santo o Semana Mayor comenzaba el Domingo de Ramos y terminaba el Domingo de Resurrección, para nosotros el recogimiento comenzaba mucho antes, el Miércoles de Ceniza, el inicio de la cuaresma, período que significaba ayunos y eliminación de la carne durante algunos días de la semana. Naturalmente el núcleo de la celebración de la muerte y resurrección de Cristo comenzaba a partir del Jueves Santos día en que Jesús, nos dicen, después de cenar con sus discípulos, sería entregado para borrar con su sangre los pecados de una humanidad perdida e irredenta. Ese día era noche de vigilia y ded los tormentos que significaban arrodillarse constantemente en cada estación del Vía Crucis.
El Viernes Santo, la cosa pasaba de castaño oscuro, pues se redoblaba el fervor, hablar en voz alta constituía una afrenta y el silencio era tal que podía cortarse en el aire, la única música permitida era música sacra y la sabiduría popular - porque la religión y la superstición siempre han ido mano a mano - recomendaba no cortar la rama de un arbol, pues la planta afectada podía derramar auténtica sangre.
El silencio en esos días
como púrpura cortina
en la matinal neblina
las almas sobrecogía
pues de nuevo se sabía
que había muerto el Señor
y que llenos de temor
con espíritu contrito
morír debíamos con Cristo
el paciente Salvador.
Pero, casi sin darnos cuenta, en un momento de lucidez o de locura, la Iglesia Católica decidió ponerse al día, celebrar su "aggionarmiento" y por orden de los jefes, la liturgia fue cambiada. Los sacerdotes podían celebrar la misa dando la cara a los fieles, el latín tradicional fue sustituido por lenguas vernáculas y se introdujo música poplar en los oficios religiosos en vez de esos extraños y foráneos cánticos gregorianos.
Frente a esta súbita democratización, el pueblo por vías de consecuencia, perdió su miedo, respeto o terror al puño fuerte de la iglesia en su papel de preservadora, junto al Estado, del orden social. Y como ha sucedido en otras épocas en el devenir histórico de la humanidad, la gente (incluidos los curas) después de tantos años sujeta a una disciplina moral basada en elementos etéreos, salió disparada a la busca del placer de los sentidos, aquí y ahora. Y así las iglesias fueron reemplazadas por playas, moteles y ríos y el culto se hizo sexo, drogas y desenfreno. Conectar este brusco cambio a los males presentes - deterioro de todas las instituciones, incluyendo la crisis actual de la Iglesia Católica, delicuencia, narco tráfico y el acoso insconsciente del medio ambiente, es una tarea que dejamos a la opinión del lector.
Y la Semana tan santa
se constituyó en bacanal
y el silencio sepulcral
hoy es un ruido que espanta
y la gente baila y canta
viajando en barco o avión
y al compás de salsa y són
hoy llena playas y ríos
en un festival impío
de sexo, tabaco y rón.
Rafael Martinez Céspedes
Abril del 2010